“Tras la crisis de los años 20, el cine italiano resucita después de 1930. Sin embargo, en este renacimiento no hay sitio para el fantástico, y por el contrario predomina la comedia en la producción del país. La excepción, como siempre está en la volcánica personalidad de Alessandro Blasseti, eterno revolucionario del cine nacional. En sus películas no solo abundan ingredientes de crueldad y erotismo que verifican la corriente “nocturna” del cine italiano, sino que además incluyen elementos fantásticos. Un desdoblamiento de personalidad en Il caso Haller (1933), amén del caso excepcional que representa en el cine italiano de la época La corona de hierro (1941). En esta película, producida por la innovadora Lux de Riccardo Gualino, Blasetti reinventa sugerencias y motivos de la mitología, del melodrama, del film histórico, concretando una edad media imaginaria en una dimensión que hoy definiríamos fantasy.”
La corona de hierro supone un clásico recuperado, largamente orillado tanto por su adscripción a un género “infra”, bastardo y escapista como por la adhesión mussoliniana de varios de sus responsables. En cabeza su director y una de sus estrellas femeninas, la tremenda Luisa Ferida (Tundra aquí, la joven con ansias de venganza que acaudillará a su pueblo contra Sedemondo y que redimirá su sed de sangre por amor al purísimo Arminio) que murió fusilada en los últimos días de la República de Saló y que había sido una de las grandes divas del periodo sonoro del régimen fascista. En realidad, y más visto hoy, la propaganda que pudiera contener se circunscribe a la ostentación de medios, a su carácter de superproducción delirante para el orgullo de Italia (algo que el propio Blasetti intentaría superar el superpeplum Fabiola de 1949) más que a cualquier intención doctrinaria, aunque bien, como se explica en el estupendo artículo que le dedica la web Fantasy Magazine “(…)si parla di rivolta, si parla di libertà, ma NON si parla, ovviamente, di Democrazia: al termine si assiste soltanto alla restaurazione di un legittimo sovrano, che sarà illuminato quanto si vuole, ma pur sempre despota.”
De tal manera que tampoco se da el caso contrario, no este un film de desafío libertario, todo lo naif que se quiera, en medio dela Italiafascista como pueda hacer pensar esa extendida anécdota, a saber si cierta o engordada (o directamente inventada) según la cual el ministro de la propaganda nazi Joseph Goebbels exclamó tras ver un pase del film en el festival de Venecia que si aquel director fuera alemán ya lo habrían fusilado
Más cerca de la realidad del film está lo que expresa Pedro Porcel de nuevo para Quatermass (op. cita) en relación a la comparación, recurrente y bien traída, entre la obra de Blasetti y la traslación de Los nibelungos emprendido por Fritz Lang en 1924 con la cual comparte “algunos presupuestos e intenciones, especialmente en lo que atañe a la narración legendaria del sacrificio fundacional de una raza o nación, mito al fin y al cabo tan querido por los fascismos como por toda clase de nacionalismos”, aunque “carente del aliento trágico de la obra maestra alemana posee en cambio una cierta “italianidad” más desenfadada, nacida de esa imaginería que mezcla Medioevo, Renacimiento, Bizancio y Flash Gordon(…)”.
Efectivamente, la película, en su vertiente más seria, la subterránea, basa su “discurso” en la contraposición del elemento católico, la corona de hierro (una corona forjada con los clavos de Cristo en la Cruzcon todas sus reminiscencias de dureza, sacrificio y humildad), y por tanto ordenador, frente al pagano (la corona de oro que Sedemondo arrebata a su propio hermano Licinio), por definición caótico, frenético, lujurioso. Así la presencia del elemento nuevo y unificador, beatífico e invencible, impone sobre el reino violento de Kindaor un determinismo implacable. Lo predestina a su final. El del final de la edad de los cuentos, y de los mitos, y el principio de la edad de los hombres, bajo la égida de Dios, claro, es decir con la voluntada menguada. Es curioso comprobar como esta fractura capital en el terreno mitopoético está presente por igual en las tres aproximaciones más ambiciosas a este universo feerico-heroico de los tiempos imposibles: el Excalibur de John Boorman y el Beowulf de Robert Zemeckis, una fantasía brutal y crepuscular injustamente minusvalorada.
Pero en la visible es un superespectáculo pulp que fusiona los cuentos, la mitología (pagana y cristiana) y los tebeos con la inspiración en Los Nibelungos (no casualmente adaptada en 1958 por parte de Giacomo Gentilomo a todo color en El tesoro de los Nibelungos) en un ejercicio de muy mediterráneo sincretismo que anuncia, con presupuesto de lujo, los futuros caminos del peplum más fantabuloso y que, no en vano, Manuel Barrero incluye en su reciente Conan.