pero es el caso que, cuando se publica un libro escrito muchos años antes, los lectores desean siempre algo de este género con el fin de que estimule su apetito; en consecuencia, me he pasado varios días preguntándome qué podría decirles que los satisficiera. Esta novela era en un principio más breve, y fue escrita entre los últimos meses de 1897 y los primeros de 1898. Se titulaba entonces, no sin cierta presunción, El temperamento artístico de Stephen Carey. La novela terminaba en el momento de alcanzar el protagonista los veinticuatro años, que era la edad que yo tenía cuando estampé la palabra «Fin». Le hacía partir para Ruán, ciudad que yo conocía por haberla visitado rápidamente, en plan de turista, en dos o tres ocasiones, y también para Heidelberg —lo mismo que en Servidumbre humana—, localidad esta última que conocía perfectamente; le hacía estudiar música —de la que no entendía entonces nada y hoy entiendo muy poco— y también pintura, materia de la que por lo menos en años sucesivos he conseguido comprender alguna cosa. Nunca me he sentido con el valor suficiente para releer el manuscrito de mi antigua novela, e ignoro si posee algún mérito. Fue rechazado por dos o tres editores porque, según ellos, el episodio de miss Wilkinson lo hacía poco apropiado para una casa editorial importante. Y cuando al fin encontré a un editor dispuesto a correr el riesgo de su publicación, no quiso entregarme las cien libras que a mí se me habían metido entre ceja y ceja que debía obtener como mínimo por mi trabajo. En vista de ello guardé el manuscrito y no volví a pensar en él. Pero, cosa extraña, no basta con escribir un libro para liberarse; es necesario también publicarlo; además, yo no podía olvidar las personas, los acontecimientos, los incidentes de que se componía el mío. En el curso de los diez años siguientes viví otras muchas experiencias y conocí a otras muchas personas. El libro continuó formándose solo en mi mente y muchos acontecimientos de mi vida encontraron sitio en él. Algunos de mis recuerdos eran tan insistentes que no podía deshacerme de ellos ni durante el sueño. Había llegado a ser un comediógrafo de discreta notoriedad. Ganaba bastante y los empresarios se apresuraban a contratar a los actores que habían de representar cada comedia mía antes de que yo hubiese terminado el último acto. Pero mis recuerdos no querían dejarme en paz. Llegaron a constituir tal tormento para mí que decidí abandonar el teatro mientras no pudiera liberarme de ellos. El libro me tuvo ocupado durante dos años. Me sentía desconcertado ante el volumen que iba adquiriendo, pero yo no escribía por gusto; escribía para librarme de una obsesión insoportable. Y conseguí mi objeto. Electivamente, después de haber corregido las pruebas, todos los fantasmas que me ebookelo.com - Página 5 habían perseguido desaparecieron y ya no fui molestado más por los personajes y por los incidentes que les concernían. Ahora, al pensar en ellos —no he vuelto a leer ni una sola línea—, me costaría decir en qué parte del libro hay hechos reales y en cuál otra invención: qué parte describe acontecimientos que sucedieron realmente — a veces relatados con entera exactitud, a veces transformados por una ardiente imaginación— y en cuáles se narra lo que yo hubiera querido que sucediera. El libro apareció en 1915. Hacía ya un año que la guerra había estallado y se suponía que el público estaba cansado de leer partes de guerra, crónicas de enviados especiales y de artículos de estrategas de café, los cuales profetizaban que todo acabaría pasadas unas cuantas semanas. Una novela podía constituir un aliciente. En suma, mi libro fue acogido bastante bien. Recuerdo que los periódicos más importantes le prestaron una respetuosa atención, si bien manteniendo su entusiasmo dentro de límites razonables. El triunfo que había obtenido como escritor de comedías ligeras los predisponía a considerar con desconfianza un libro salido de mi pluma. Por otro lado mi libro apareció tarde en el mercado. El final de mi novela fue criticado severamente. Se dijo que el matrimonio feliz era una conclusión demasiado convencional; no se alcanzaba a comprender cómo podía yo admitir que mi protagonista, con su carácter inquieto y atormentado, encontrase la felicidad junto a una mujer tan mediocre. El público hubiera preferido que el protagonista se hubiese marchado solo por el mundo, en continua lucha contra el ambiente hostil. Pero yo no tenía hechos en qué fundarme. Las mujeres creen que el hombre desea que su vida transcurra en una compañía capaz de comprender todos sus modos de pensar; le ven, inspirado por ellas, lanzándose a conseguir las metas más nobles; se consideran como un estímulo espiritual para hacerle lograr las más altas ambiciones; encuentran razonable que deseen discutir los graves problemas del espíritu y que exista entre ellos el «Debe» y el «Haber» de dos intelectos iguales. Yo creo que ésa es la mujer ideal para muchos hombres, pero no para muchos escritores. El escritor tiene necesidad de paz y de amor, de paz y de comodidad, de paz y de distracción, de paz y de bondad. Y sus heroínas favoritas le ofrecen todo esto. Cierto que éstas parecen al extraño un poco tontas, y que pocas mujeres dejan de impacientarse, según creo, ante las dulces heroínas de Dickens, de Thackeray, de Anthony Trollope. Pero los escritores sienten gran aprecio por ellas. Becky Sharp es divertida, pero ellos prefieren vivir con la tierna Amelia. ¿Qué escritor ha creado jamás una criatura más adorable que la Fenitchka de Padres e hijos? Servidumbre humana triunfó modestamente, pero no conmovió al mundo, y parecía estar condenada al mismo destino que la mayoría de las novelas, esto es, a caer pronto en el olvido. En América, sin embargo, corrió mejor suerte. Teodoro Dreiser firmó un largo artículo elogioso en La Nación; otros eminentes escritores siguieron su ejemplo, llamando la atención del público sobre la novela. Desde ebookelo.com - Página 6 entonces su difusión ha ido en aumento de año en año. De vez en cuando algún conocido escritor trababa conocimiento con el libro, y sus elogios hacían que aumentase el número de lectores. La fama conquistada de este modo volvió a atravesar el Atlántico y los críticos ingleses empezaron a su vez a hablar de la novela. Me siento orgulloso de poder reconocer que debo el buen éxito de este libro, muy especialmente, a los elogios de mis colegas. Esto es, poco más o menos, lo que pensaba escribir como prefacio. Pero me doy cuenta de que lo que hubiera querido decir sólo tenía interés, en el fondo, para mí. Por otra parte, me parecía difícil decir tantas cosas sin parecer que proclamaba que este libro debe ser considerado como una obra maestra. Yo no lo recuerdo en todos sus detalles, pero estoy seguro de que hay en él graves errores. Representa lo que yo era cuando escribí y me precio de haber llegado a ser mucho más cuerdo, más tolerante y más amable. Conozco bastante mejor la técnica de la novela y creo escribir con un estilo mucho más perfecto. Sin duda, al leer la novela encontraría mucho que cambiar y mucho que tachar. Mas, por suerte, el día antes de decidirme a escribir un prólogo, como Dios me diera a entender, recibía de América una carta que, a mi parecer, lo puede sustituir perfectamente. Hela aquí, omitiendo sólo el nombre del que la escribió: «Apreciable mister Maugham: »Soy un joven de dieciséis años y he leído varías de sus maravillosas y exquisitas obras. Si me sirvo de estos adjetivos no es para lisonjear su reconocido genio; no hago otra cosa que intentar describir sinceramente mis impresiones. »Entre todas me ha parecido Servidumbre humana la más atrayente y la que ofrece más campo al pensamiento. Este libro me ha fascinado de tal manera que, cuando lo estaba leyendo, no veía el momento en que terminasen las horas de escuela para correr a casa y poder seguir atentamente todo cuanto se describe y se narra en él. He asimilado todo lo que un muchacho de mi edad puede asimilar, y también un poco más. Tan ensimismado estaba por la lectura que a veces me ha ocurrido no oír el aviso de que la comida estaba servida, o bien fingía no oírlo, por lo que mi madre se mostraba luego severa conmigo, a juzgar por el tono de su voz, que no hería físicamente, sino moralmente. Durante la lectura veía con entera claridad la vida desdichada de Philip, consecuencia de su deformidad, inferioridad e incapacidad para tratar con el sexo contrario. Cada vez que era infligida a Philip una mortificación yo sufría con él, compartiendo su dolor con profunda simpatía. Me refiero al episodio en que fue obligado a mostrar su pie deforme, y también a los muchos casos dolorosos que le sucedieron cuando se encontraba entre las garras de Mildred. »Con la lectura de este libro he aprendido muchas cosas, enseñadas por un hábil maestro: ¡por usted! Además, el libro es de tal riqueza de lenguaje y posee tal ebookelo.com - Página 7 cantidad de imágenes que he llegado a la conclusión de que no hubiera podido ser más cautivador ni más interesante. Pertenezco a la masa de los que saben valorar esta obra maestra, como no dudo en clasificarla. Me percato de que desflora casi todas las fases de la vida humana y sensual, y ésta es una de las principales razones por las que me gusta su libro. Y sé que me seguirá gustando hasta el final de la vida ignota que ante mí se abre. »Comprendo que su tiempo es precioso y temo que esta carta sea para usted una molestia, cuando yo hubiera querido que fuese todo lo contrario. »Su libro ha proporcionado a mi corazón un gran consuelo y, por lo tanto, deseo aprovechar esta ocasión para rogarle que acepte el sincero agradecimiento de X». Aunque dos o tres frases de la anterior carta hieren mi modestia, no puedo abstenerme de publicarla tal como fue redactada, y ruego a los amables lectores que por nada del mundo crean que los elogios se me han subido a la cabeza. WILLIAM SOMERSET MAUGHAM
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